miércoles, 4 de diciembre de 2013

MARÍA LEFEBRE LEVER


DE RECUERDOS Y FICCIONES


 
 
 
 
“María, me muero por una caña de tinto, pero no tengo plata”.

Y María, María Lefebre, pagaba el trago al estudiante indigente, soñador con tiempos mejores, en que sus poemas serían reconocidos por fin. Utopía. Nunca ocurrió.

María, pequeña, de voz ronca, bohemia quizás de cuantos años, quizás desde la adolescencia.

“Tienen que saber estos jóvenes que junto a Gabriela (Mistral) Amanda Labarca y Laura Rodig, existió María Lefebre”, decía con énfasis Luis Sánchez Latorre, acodado en una mesa de Il Bosco. Más tarde, escribiría esta frase en un libro de Sylvia Baronti B., dedicado a María. Cuántas frases como estas surgieron en noches de bohemia. Recuerdos decenas. Las trasnoches de entonces eran una escuela y fuente inspiradora. Si no lo sabrán Jorge Teillier y Rolando Cárdenas, entre otros.

María Lefebre era menuda, pero fuerte como un hombre, al decir de sus colegas literarios y de andadas por los restaurantes y bares del país. Nació mirando la mar, que tanto amaba, en una casona del cerro Castillo. Cuna de oro tenía, infancia de niña rica hizo grata su adolescencia. Pero María poesía un corazón de oro y compartía con los niños pobres mucho de lo que sus padres le regalaban. La mar, decía, era para ella como una madre en su literatura. “Que crecí viéndolo de frente, sereno, la mayor de las veces, agitado en esos temporales terribles de Valparaíso y Viña”, recordaba en sus noches bohemias.

María era reina de los bohemios, como lo fuera Stella Díaz Varín, como también Marina Latorre. (Esta última vive recordando esos años en su casa del barrio París, detrás del templo San Francisco). Poeta potente, con versos que agrandaban su figura y embellecías su escasa belleza, estremecía escucharla.


         …Como saeta disparada al viento
          Sin rumbo fijo y al acaso voy
          Dentro del alma una congoja siento y
           si acaso canto es porque triste estoy.  

         Anda canción sin nombre y sin destino
         Vuela sin rumbo, cual mi vida va
         Y si alguien te detiene en tu camino
         Dile que eres canción de un peregrino
         Mas no le digas mi secreto mal.

 
María se refería tal vez en estos versos a su poca afortunada vida sentimental y a la pobreza que de pronto cayó la familia y que la arrastró incontenible. Sin embargo era ella como arrecife, y su espíritu de temple enfrentó las desdichas sin arrinconarse ni temerles. Desde sus naipes mágicos del Tarot conseguía sobrevivencia. Su dominio de la magia de la predicción no tenía contenciones. Una vez, contó, Andrés Sabella, se le acercó una gitana que le ofreció verle la suerte, pero fue María quien tomó la mano de aquella y leyó su futuro. La gitana invitó a su tribu para que consultara a la “sabia” y María abrió consulta callejera para los gitanos  con una tarifa que le permitió tener nuevas entradas. Su fama de adivina creció, hasta su casa del barrio Independencia llegaba gente de la “alta sociedad” y de las menores a consultarla. A los casos  por penas de amor les cobraba en especies, hasta pavos y gallinas le llevaron. ¡Ah, María y su magia!

Francia y España conocieron su risa y voz roncas, esa risa que al decir de Carlos Casasuss, abría luces en el ambiente. También Licha Ballerino amaba su alegría y su buen humor. La tarotista y poeta era creativa, y quiso y entró al periodismo. En París se destacó y, según Lidia Boza, tenía una columna dedicada a los escritores y poetas de América.  

Pero a veces, casi siempre, la vida alocada cobra caro. Los años de bohemia dura en los bares, restaurantes, quintas de recreo, prostíbulos, minaron el corazón de María, y el 18 de agosto de 1972, un ataque cardíaco nos robó su contento, sus versos, sus prosas. Tenía apenas 70 años de edad. Yo creo que desde entonces, en algún lugar del universo, María Lefebre Lever debe estar sentada en posición yoga, inclinada sobre sus naipes mágicos viendo la suerte a las almas que desde las constelaciones llegan a su consulta invisible, la que siempre soñó en la Tierra.

 

Carlos Eduardo Saa
Cerro Barón 04/12/2013.                         


                   

jueves, 25 de julio de 2013

DESDE LA PAMPA A IL BOSCO


 
 
DE RECUERDOS Y FICCIONES
 

Quizás por haber nacido a las puertas de la pampa, mi espíritu es hipersensible, casi melancólico. La lejanía de mis padres es, al parecer, otro factor prevalente en mi carácter. Tanto en las escuelas rurales como en el Liceo de Hombres de Ovalle y fuera de ellos tuve pocos pero fieles amigos. Lector desde los siete u ocho años de edad, mi mente prefirió la ficción, en las noches transformaba los paisajes y la gente en motivos irreales pero basados en la realidad observada.

No sólo los libros influyeron en mi, también tres mujeres que marcaron mi infancia. Aida, María y Dilema, sirvientas en la casa, llenaron mi imaginación con sus narraciones campesinas, sencillas, ingenuas, pero contadas con tanta pasión y credulidad, que se grabaron a fuego en mis recuerdos. A partir de esos relatos escuchados alrededor de un brasero y el mate en la cocina hogareña, en mis años de escuela y liceo redacté composiciones que alcanzaron notas máximas. Sin darme cuenta, mi vida quedó marcada, sería la literatura mi norte, no como escritor y poeta –aunque algo he realizado en estos campos- sino en la lectura y las amistades.
 
A Santiago arribé cuando tenía catorce años de edad, sin mi familia. Me sentí como un exiliado, pero me empeñé en conocer la ciudad y lo conseguí en pocos meses. Pasaron años deambulando de casa en casa, de barrio en barrio, siendo Ñuñoa mi segunda pequeña patria, con sus viviendas coloniales, sus plazas y sus cines. Ya profesional, guiado por el periodista, escritor y pintor, Orlando Cabrera Leyva, ingresé a la bohemia capitalina, teniendo como catedral del intelecto literario el restaurante Il Bosco, sito frente al convento San Francisco. Y como capillas, La Unión Chica,  la Fuente Alemana, la Confitería Torres, las fuentes de soda Carrera e Indianápolis, el bar Nacional y otros sitios. Inolvidable la sala López Velarde, en la Casa del Escritor, sede de la Sociedad de Escritores de Chile, a cuadras de la plaza Baquedano. Los atardeceres y las noches transcurrieron en ese tremendo mundo de la bohemia chilena, a la que también llegaron escritores y poetas extranjeros de renombre internacional. Allí estaban Alfonso Calderón, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, María Luisa Bombal, Marina Latorre, Teresa Hamel, Pedro Lastra, Lautaro Yankas, Francisco Coloane, Miguel Arteche, Isabel Velasco, el viajero Pablo Neruda. Gente de teatro, como los hermanos Deuveuchelle; políticos, abogados, ministros de estado. Recuerdo cálido tengo del ajedrecista Juvenal Canobra, del asesinado José Carrasco Tapia, de los hijos de Orlando.
 
Cabrera y del dibujante Miguel Aránguiz. Desde Valparaíso solían llegar Juan Cámeron, Sara Vial, Osvaldo Ulloa, amigo y secretario de Enrique Lihn. Ya radicado en Valparaíso, reinicié el acercamiento con Cámeron, Ennio Moltedo, Sergio Vuskovic y otros creadores, y conocí al poeta, pintor y maestro, Iván Tapia Contardo.

En Santiago, Lautaro Yankas me impulsó hacia la cultura de Oriente; Manuel Rojas, hacia la novela continental, Pablo Neruda, hacia la poesía interior y a confiar en el don propio; Teófilo Cid, en saberme escritor pese a no publicar; María Flora Yáñez, en la importancia de la tierra natal en la escritura;  Enrique Lihn en no claudicar en la obra, sin importar las trabas y las malas lengua. Pero sin duda que mis grandes maestros fueron Alfonso Calderón, Pedro Lastra y Sergio Vuskovic Rojo. El primero me reafirmó en los valores humanos y en la literatura universal; el segundo, me guió en el mundo intelectual de la poesía; el tercero, me guió hacia la filosofía y el ver la vida desde la entrega hacia los otros. Estos tres y todos, sin duda, consolidaron mi paso hacia mi poesía –mayor o menor, no importa-, lo trascendente es que me abrieron la ruta de la exigencia para la obra. En algún momento ellos visualizaron mi sensibilidad extrema, mi interioridad solitaria. “Eres un ser de sensibilidad contemplativa, negrito”, me señaló una tarde Stella Díaz Varín, la poeta-boxeadora de la Villa Olímpica, como la llamaban algunos.  

Soy un hombre (un poeta, han dicho algunos) sensitivo, melancólico, hecho por la soledad y vastedad de la pampa y una familia de poco amor y con rasgos de lejanía. Sin embargo, nunca me he sentido huérfano, que Il Bosco fue mi hogar, los contertulios mi familia. Nunca faltó una mano tendida, un corazón fraterno. Todo esto ocurrió y ocurre alrededor de la literatura, la gran madre, mi criadora, cobijadora y maestra. Como pago a su enseñanza intento dejar una semilla en algunas personas, las que espero un día digan que yo les abrió y llevó al mundo de la literatura. Eso bastaría.
 

Carlos Eduardo Saa
Cerro Barón
22/07/2013

JUANITA, LA INSTITUTRIZ




DE RECUERDOS Y FICCIONES
 
Las tardes en Ovalle eran tranquilas. La calle en que estaba nuestra casa se llama Libertad. La casa tenía dos patios, tres dormitorios principales y uno para la servidumbre. Desde la calle se traspasaba la puerta principal, para subir unos escalones hasta la mampara, por donde entraba la luz exterior. En seguida estaba un estrecho pasillo, con una pequeña biblioteca a la izquierda. A la derecha, el dormitorio de mis padres. Luego una pequeña sala, con el bar y la entrada al dormitorio de mis hermanas. Luego, el primer patio, con un jardín a la izquierda, un pasillo pavimentado a la derecha, en donde estaban el ingreso a mi dormitorio, el comedor, la habitación de las empleadas y, finalmente, una pequeña bodega, ocupada en gran parte por el formidable tronco de una centenaria higuera. Al frente, cruzando el pasillo, se encontraban la cocina y el baño.  Luego, el gran patio, con un duraznero, un manzano, membrillo, un parrón y el gallinero, como también el cobertizo que servía de lavadero.
Una tarde mi padre llegó con quien sería la mujer que reforzaría los estudios de la mayor de mis hermanas y míos, entonces estudiantes de la enseñanza primaria. Recuerdo nuestra sorpresa, pues nada se nos había dicho y porque la institutriz era enana, casi más pequeña que nosotros. Nos saludó sonriente, con ternura. Nosotros la recibimos con frialdad, quizás debido a lo sorpresivo del acontecimiento y por ese espíritu de rebeldía infantil de sentir que esa figura menuda invadía nuestras vidas, nos quitaba tiempo para jugar.
Ella se llamaba Juanita. Empezó sus obligaciones con responsabilidad y abnegación. Era tierna, casi siempre sonriente. Me llamaba la atención su forma de caminar, a medio girar hacia ambos costados, estremeciendo levemente todo su cuerpo. Las piernas eran cortas, regordetas, al igual que sus brazos.  Su cara, sin ser fea, tenía una expresión extraña. Llevaba el cabello corto, a veces tomado en un pequeño moño. Su voz era débil, pero segura, lo que contrarrestaba con su imagen, tan frágil, que perecía que si se caía podría romperse.
No recuerdo cuanto tiempo estuvo con nosotros, pero no fue mucho. Quizás la agotó mi actitud lejana, a veces agresiva hacia ella. Si aprendí matemáticas bajo su supervisión –mi ramo más débil- no lo sé. Esta noche, ignoro la razón, se me vino a  la memoria esta mujer pequeña, dulce, a la que no siempre traté con cariño y respeto. Sé que en alguna oportunidad fui cruel, que la hice sufrir. Cuanto daría por estar con ella hoy para pedirle perdón y decirle que aunque no se lo dije, yo la quería, como la quiero ahora. Terrible esa edad en que los niños herimos sin saber, querida mujer que parecías niña en tu baja estatura, pero ahora entiendo lo grande que eras como persona y como profesora. Esté donde estés, recibe mi amor y arrepentimiento y el deseo que seas siempre bendecida por el amor de Jesús.
Cerro Barón
12/07/2013
 

lunes, 6 de mayo de 2013

¿SE MURIÓ ANGUITA?


                                                                                     
 
La noticia cayó como piedra en la frente: había muerto Eduardo Anguita. “Se murió Anguita?  ¿Pero cómo, si no hace una hora hable con él personalmente?”, exclamó desolado Volodia Teitelboin, al conocer la noticia sobre la muerte del escritor. Era el 12 de agosto de 1992, un día de mucha agitación literaria, debido al Congreso de Literaturas Hispánicas, organizado por la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile. Las ponencias y conferencias eran discutidas con ardor por los asistentes, sobre todo los más jóvenes. Anguita había rechazado participar, pues entonces era casi un monje recluido por sus achaques y tendencia a la depresión. Para nosotros era cosa común que Eduardo se mantuviera casi solitario, con enfermedades reales e imaginarias. 

Anguita participó en la famosa Antología del 35, que compiló junto a Teiltelboim. Fue un gesto inusitado, debido a la juventud de los dos: Volodia tenía 18 años de edad, Anguita 20. En sus momentos sociables, Anguita era un maestro interesante, seguro de sus conocimientos y de lo que decía. Se sabía poeta y no lo negaba. 

Su muerte estremeció no sólo al ambiente literario e intelectual, sino a la sociedad. Murió quemado al caer sobre una estufa, quizás si por una desmayo o un tropiezo. Este aspecto de su fallecimiento nos marcó por mucho tiempo y fue comentario en la bohemia y en los encuentros poéticos. 

Su forma de vivir lo había alejado de muchos amigos de antaño, de sus seguidores, por lo que sus funerales fueron poco concurridos. Esto, pese a que en 1988 recibió el Premio Nacional de Literatura. Entre los que llegaron estuvo Nicanor Parra, quien leyó un poema de Anguita. Condujo las participaciones un juvenil Cristian Warken. Quizás una razón de l a escasa concurrencia sea el que su poesía era “muy intelectual” y surrealista, según los críticos y gran parte de los poetas. Desde su participación en el grupo Mandrágora se le vistió con este traje, que en verdad le venía bien, pero hubo sin duda exageración, pues en su obra hay poemas ligados al catolicismo. Personalmente, me atraía su trabajo relacionado con la Edad Media, el Barroco y el misticismo.  

Para muchos, la muerte terrible parecía un corolario que el destino le había preparado desde cuando Eduardo tenía 20 años de edad. En su poesía siempre o casi siempre, estuvo la muerte. Su esposa decía que la muerte era su rival más fuerte, que su esposo la acogía en su casa como un familiar. 

Pero Eduardo Anguita siempre tuvo sus misterios. Y uno de ellos fue su sorpresiva decisión de dejar de escribir. En una entrevista señaló que le parecía haber perdido interés o que la poesía lo había abandonado. Entonces su reclusión se intensificó y dejamos de verlo, salvo en algún encuentro importante en la Casa del Escritor (SECH) o en la Universidad de Chile.  

Además del Premio Nacional de Literatura, obtuvo en 1963 Premio de la Municipalidad de Santiago en poesía, por "El poliedro y el Mar"; 1972 Premio de poesía de la Municipalidad de Santiago, por "Poesía entera",  y en 1981 Premio María Luisa Bombal de la Municipalidad de Viña del Mar. 

Su conversación y  charlas sobre Neruda y Huidobro, especialmente, eran interesantes, eruditas, frescas, siempre entregando detalles desconocidos o actualizados de ambos poetas. Escucharlo era un agrado y un cofre de conocimientos que se grababan con facilidad en los auditores.
 



He aquí un poema de Anguita, original y provocativo:

 
ÚNICA RAZÓN DE LA PASIÓN DE N.S.J.C.


Arlequín:
Nuestro Señor Jesucristo padeció únicamente por Jenaro Medina.
Nuestro Señor Jesucristo subió al Calvario por la señora Hortensia.
Nuestro Señor Jesucristo murió exclusivamente por el Chipo Cruz
Nuestro Señor Jesucristo -Eli Eli lama sabajtani- por Alemparte,
por Gaete por los hijos de Weir Scott.
Por mí y por todos los chilenos todos los uruguayos
..............los suramericanos los norteamericanos los ingleses
..............los franceses los alemanes los españoles los italianos
los rusos los ciegos los gordos los sabios los egipcios
los atletas los caldeos los militares los iranios los
liberales los lisboetas los utopistas los explotados
los condenados de la tierra los explotadores los esclavos
sin pan los mormones los vendedores los productores los consumidores
los suizos los músicos los gobernantes los sordos ay

Sus llagas se hicieron por todos ellos por todos nosotros
Y todos cabemos en ellas y todos somos redimidos
Pero Jenaro Medina solo
O yo solo
O la simple señora Hortensia
Es la causa de toda la Pasión y la Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

Coro:
Nuestro Señor Jesucristo subió al Calvario por el chico Molina
Murió exclusivamente por la señora Hortensia
Por los caldeos por los intermediarios los soberbios
.............los jordanos Meneses los ejecutivos...

Arlequín:
No sigamos nombrando por qué única creatura padeció y murió
.............Nuestro Señor Jesucristo.
Todos saben que fue por mí solamente por mí.
Coro:
Miiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii (cantando nota Mí).

Coro Mujeres
Miiiiiiiiiiiiiiiiiiiii (nota Mí una octava más alta).

 

CARLOS EDUARDO SAA
DE RECUERDOS Y FICCIONES
CERRO BARÓN
2013



 

domingo, 25 de noviembre de 2012

LA VLLCHA

Niña (pichidomo, de pichi-pequeña y domo, mujer) mapuche luciendo trarilonko y trapelakucha

Siendo un joven de 21 ó 22 años de edad, un día posterior a la fuerte lluvia sureña, me interné en un bosque en Vilcún (lagartija), pueblo al interior de Temuco (agua de temu: una especie de árbol). Tras caminar algunos kilómetros disfrutando del olor a tierra húmeda, del canto de las aves y de la variada vegetación, en un claro encontré a una joven (vllcha) mapuche. Era de piel morena clara, de hermosos ojos oscuros, casi negros, de forma almendrada; frente amplia, pelo negro, no tan grueso como la mayoría de las mapuches lo tienen. Su cuerpo era delgado, de un metro sesenta de estatura, aproximadamente, vestido con ropas mixtas mapuches y chilenas. La frente la ceñía un bello trarilonko de plata (trari-faja; lonko, cabeza). Un trapelakucha (joya pectoral vertical que simboliza los mundos superiores y el que habitamos) adornaba sus pequeños pechos. En el suelo, estaba una canasta conteniendo piñones o pehuenes, semillas de la araucaria, árbol autóctono.
 
-Eres winka (ladrón, usurpador, término con que designan al chileno), me dijo con timidez.
“Yo no soy winka, soy kamollfvñ che (gente no mapuche)”, le dije con seguridad y tratando de mostrarme ofendido y pro mapuche.
-¿Qué haces aquí? Estás lejos del pueblo. ¿Vives ahí?
“No, soy de Santiago. Estoy por trabajo, soy periodista”.
 
Su voz era suave, como susurro del viento. Su rostro sin ser bello, era atractivo, casi hermoso. Las manos, sin ser feas, mostraban alguna tosquedad debido a trabajos a los que estarían sometidas. Ella se percató que la miraba con interés y se sonrojó.
-Soy, hija del Lonco de aquí. Mi padre es viejo pero sabio, y mi madre contiene las costumbres nuestras.
“¿Az Mapu?”
-Sí, Az Mapu Veo que conoces de nuestra cultura…
“Algo. ¿Cómo te llamas? Yo soy Carlos Eduardo”
“Me llamo Rayhuan (Flor del Cielo; de Rayen-Flor y de Huenu- Arriba, Cielo).
Conversamos durante unos diez minutos y ella dijo que debía regresar a su Ruka (casa).
Nos despedimos con un beso en la mejilla. Había avanzado yo uno pasos y me llamó.
-Te regalo esta bolsita de lana, que yo misma hice. Para que me recuerdes, Ojos de Mar.
Regresé a con el corazón liviano, flotando en el recuerdo de la vllcha y su charla sobre su nación. Nunca la olvidé. Hoy lamento no tener la pequeña bolsa, de color azul y rayas horizontales rojas y negras.  En algún cambio de residencia debe haberse quedado olvidada.

domingo, 21 de octubre de 2012

LA NOSTALGIA DE STELLA DÍAZ VARÍN

La noche carecía del fuego de otras noches y el restaurante Il Bosco se sentía tibio. Afuera, en la calle, las horas rodaban viscosas, los peatones parecían subsionados por el pavimento. "Parece que va a llover", me dijo una voz áspera. Me volví a mirar hacia la fuente de esa voz que me sacó de un pensamiento. Ella seguía allí. Hacía al menos una hora que la encontré en la mesa de siempre, fumando, como siempre, con la mirada lejana de siempre y que se encendcía hasta las llamas cuando la enojaban u ofendían.

"Sí, cuando bajé del micro, caían finas gotas de lluvia", respondí, no sé por qué, pues lo dicho por Stella Díaz Varín no lo requería. Bebimos el vino del preludio de otra noche de juerga, charla y desencuentros. Bueno, no siempre. Por lo general las tertulias bohemias concluían serenas. En un momento ingresaron los chicos de cada jornada, los revolucionarios de café, como los calificó una madrugada el ajedrecista Juvenal Canobra. Hombres y mujeres vestían trajes de combate y gorras "Che Guevara". Buscaron un rincón, se sentaro y pidieron cerveza y completos. Al parecer los acompañaba algún guevarista acaudalado.
"A veces siento lástima por estos chicos. Sueñan con una revolución que no conocen y que mañana, cuando sean ejecutivos o empleados, olvidarán", dijo Stella, mirándolos con algo condescendencia. Noté que su voz carecía de vigor. "¿Estás enferma?", le pregunto. "No, sólo tengo nostalgias. Nostalgias de mi tierra, de mis ex compañeros de estudios y noches de literatura en La Serena y Coquimbo. ¿Sabes? Recuerdo una tarde en el patio del liceo, en que quise leerle un poema a unos estudiantes, y se rieron. Insistí, pero se rieron más fuerte y me molestaron. Me enfurecí y al mayor le pegué un combo en el hocico; cayó como saco de papas. Ahí me di cuenta que yo era buena para los puñetes, que no tenía miedo".

Nunca vi miedo o titubeos en esta bella colorina. Enrique Lihn y Pablo Neruda la querían, al igual que casi todo el mundo...salvo Enrique Lafourcade, claro. "Pero siento nostalgia de Cuba, también, donde el poeta no es un ser mítico; bueno algo de esto tiene, pero se le ve como ser humano, se le considera. Mira, Negrito; aquí nos miran como si fuéramos de otra galaxia, nos respetan y también nos ven como bichos raros. ¿No lo has notado? Y lo peor, es que no tenemos derechos sociales, por eso morimos pobres".
Cerca de medianoche ha aumentado la asistencia. El humo de cigarrillos y cigarros opaca la atmósfera. Han llegado Marina Latorre, Jorge Salmonel, un desconocido que conocemos de tanto verlo arribar con su traje impecable, corbata italiana, peinado lamido y cigarrillos americanos, que deja sobre la mesa para que se les vea y se les fume. Jodorowski ni Teófilo Cid.

"Recuerdo mis años en las haciendas y parcelas de mi familia, rica, Carlitos, de mucho dinero, el que se fue a la cresta porco después de la muerte de mi padre. Ahí hasta pasé  hambre. Entre tanta penuria, empecé a escribir peomas y otras huevadas. Me catalogaron de buena, así que publique en los dairios "El Día" y "El Siglo", ambos serenenses. Dios y el Diablo, Negro", y se ríe con fuerza. Bebemos unos sorbos de vino. Stella acomoda su pelo con ambas manos, como peinándoles desde las sienes, en un gesto acostumbrado de juventud, según contó una tarde en la SECH.
"Bueno, dejémonos de recuerdos y bebamos por la salud de esta mierda de vida". La acompaño. Arriban Orlando Cabrera Leyva, Juvenal Canobra, el Huaso Azócar, Edmundo Herrera; más tarde, Teresa Hamel, Aristóletes Tote España, José Miguel Varas, y los estudiantes del pedagógico que cada noche llegan con la esperanza que alguien les invite un café o vino y un sandwich. Más tarde llegarán los chicos de la Universidad Técnica, bravos y gritones, pero, al final, inofensivos. A veces los acompaña mi amigo Percy, el dibujante de "Pepe Antártico", conversador imparable.

Esa noche no llegaron Jodorowski ni Teófilo Cid. Poco a poco la conversación se entona. Surgen temas literarios, políticos y deportivos.
Afuera, la lluvia arrecia.

Carlos Eduardo Saa
21 de febrero de 1989.

domingo, 14 de octubre de 2012

EL CLUB SOCIAL Y DEPORTIVO MATADERO


Anoche, por mi mente insomne pasaron imágenes olvidadas en un rincón de la nostalgia. La pampa, La Serena, Mantos de Hornillos, Ovalle. También Santiago y sus rincones. Uno de ellos, el Club Social y Deportivo Matadero, cerca de la casa en donde viví parte de mi adolescencia tardía. En mi calle, Dávila Larraín, vivían ex jugadores de fútbol profesional, uno de los músicos de Los Ramblers, monreros, lanzas y varios mafiosos de fama, como el Cabro Carrera. Yo los veía a diario en sus distintas actitudes. Sonrientes algunos, torvos los otros, sintiendo no poca admiración por esos bravos, como también cierto temor.

El Club Social y Deportivo Matadeo, era un rincón deportivo y social, donde los fines de semana se realizaban encuentros bailables con gran asistencia de trabajadores ferroviarios, del matadero, vecinos de conciencias blancas y negras. La cueca era la reina. La algarabía ante los grupos y solistas cuequeros era tremenda. Las mozas guapas salían a bailar luciendo vestidos con provocativos cortes en uno de los muslos morenos y rellenitos, por lo general. Los guapos lucían ambos negros a rayas, sombrero y coloridos pañuelos en el cuello. La cueca llenaba el local y salía por la puerta para adueñarse de varias cuadras del barrio.

Una tarde, uno obrero de la construcción se emborrachó más de la cuenta y no soportó ver a su pareja bailando con un ferroviario con cara de niño pero de temple cuchillero en las manos. El primero agredió al segundo y rodaron por la pista ante el griterío eufórico de la concurrencia, y chillidos angustiados de unas pocas mujeres. Un grupo de varones logró separar a los contendientes, que no dejaron de mirarse con fiereza hasta el término de la parranda. Pareció que los rivales habían partido cada uno a sus lares. La concurrencia marchó a dormir la borrachera y el silencio cayó sobre las calles. Pero no todo había terminado. Con las primeras luces del sol, el guardia de una caseta ferroviaria cercana al club, encontró al Cara de Niño, con dos puñaladas en el pecho, ensangrentando la vía.

A pocas cuadras, en Carmen y Placer, se inauguró en estos años el Club Matadero Centro Cultural Club Social, a dos cuadras del ex Matadero, donde se faenaban vacunos y cerdos para abastecer a la capital. Si bien recoge el espíritu bravo y billanguero del tradicional barrio, ya no corre sangre en riñas por las piernas de mozas de ojos incitantes y carne ardiente, como ocurría en la vieja casona de mis añoranzas.
 
De Recuerdos y Ficciones.
Cerro Barón

04 de julio 2010.