jueves, 25 de julio de 2013

JUANITA, LA INSTITUTRIZ




DE RECUERDOS Y FICCIONES
 
Las tardes en Ovalle eran tranquilas. La calle en que estaba nuestra casa se llama Libertad. La casa tenía dos patios, tres dormitorios principales y uno para la servidumbre. Desde la calle se traspasaba la puerta principal, para subir unos escalones hasta la mampara, por donde entraba la luz exterior. En seguida estaba un estrecho pasillo, con una pequeña biblioteca a la izquierda. A la derecha, el dormitorio de mis padres. Luego una pequeña sala, con el bar y la entrada al dormitorio de mis hermanas. Luego, el primer patio, con un jardín a la izquierda, un pasillo pavimentado a la derecha, en donde estaban el ingreso a mi dormitorio, el comedor, la habitación de las empleadas y, finalmente, una pequeña bodega, ocupada en gran parte por el formidable tronco de una centenaria higuera. Al frente, cruzando el pasillo, se encontraban la cocina y el baño.  Luego, el gran patio, con un duraznero, un manzano, membrillo, un parrón y el gallinero, como también el cobertizo que servía de lavadero.
Una tarde mi padre llegó con quien sería la mujer que reforzaría los estudios de la mayor de mis hermanas y míos, entonces estudiantes de la enseñanza primaria. Recuerdo nuestra sorpresa, pues nada se nos había dicho y porque la institutriz era enana, casi más pequeña que nosotros. Nos saludó sonriente, con ternura. Nosotros la recibimos con frialdad, quizás debido a lo sorpresivo del acontecimiento y por ese espíritu de rebeldía infantil de sentir que esa figura menuda invadía nuestras vidas, nos quitaba tiempo para jugar.
Ella se llamaba Juanita. Empezó sus obligaciones con responsabilidad y abnegación. Era tierna, casi siempre sonriente. Me llamaba la atención su forma de caminar, a medio girar hacia ambos costados, estremeciendo levemente todo su cuerpo. Las piernas eran cortas, regordetas, al igual que sus brazos.  Su cara, sin ser fea, tenía una expresión extraña. Llevaba el cabello corto, a veces tomado en un pequeño moño. Su voz era débil, pero segura, lo que contrarrestaba con su imagen, tan frágil, que perecía que si se caía podría romperse.
No recuerdo cuanto tiempo estuvo con nosotros, pero no fue mucho. Quizás la agotó mi actitud lejana, a veces agresiva hacia ella. Si aprendí matemáticas bajo su supervisión –mi ramo más débil- no lo sé. Esta noche, ignoro la razón, se me vino a  la memoria esta mujer pequeña, dulce, a la que no siempre traté con cariño y respeto. Sé que en alguna oportunidad fui cruel, que la hice sufrir. Cuanto daría por estar con ella hoy para pedirle perdón y decirle que aunque no se lo dije, yo la quería, como la quiero ahora. Terrible esa edad en que los niños herimos sin saber, querida mujer que parecías niña en tu baja estatura, pero ahora entiendo lo grande que eras como persona y como profesora. Esté donde estés, recibe mi amor y arrepentimiento y el deseo que seas siempre bendecida por el amor de Jesús.
Cerro Barón
12/07/2013
 

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