DE RECUERDOS Y FICCIONES
Quizás por haber nacido a las puertas de la pampa, mi
espíritu es hipersensible, casi melancólico. La lejanía de mis padres es, al
parecer, otro factor prevalente en mi carácter. Tanto en las escuelas rurales
como en el Liceo de Hombres de Ovalle y fuera de ellos tuve pocos pero fieles amigos.
Lector desde los siete u ocho años de edad, mi mente prefirió la ficción, en
las noches transformaba los paisajes y la gente en motivos irreales pero
basados en la realidad observada.
No sólo los libros influyeron en mi, también tres
mujeres que marcaron mi infancia. Aida, María y Dilema, sirvientas en la casa,
llenaron mi imaginación con sus narraciones campesinas, sencillas, ingenuas,
pero contadas con tanta pasión y credulidad, que se grabaron a fuego en mis
recuerdos. A partir de esos relatos escuchados alrededor de un brasero y el
mate en la cocina hogareña, en mis años de escuela y liceo redacté composiciones
que alcanzaron notas máximas. Sin darme cuenta, mi vida quedó marcada, sería la
literatura mi norte, no como escritor y poeta –aunque algo he realizado en
estos campos- sino en la lectura y las amistades.
A Santiago arribé cuando tenía catorce años
de edad, sin mi familia. Me sentí como un exiliado, pero me empeñé en conocer
la ciudad y lo conseguí en pocos meses. Pasaron años deambulando de casa en
casa, de barrio en barrio, siendo Ñuñoa mi segunda pequeña patria, con sus
viviendas coloniales, sus plazas y sus cines. Ya profesional, guiado por el
periodista, escritor y pintor, Orlando Cabrera Leyva, ingresé a la bohemia
capitalina, teniendo como catedral del intelecto literario el restaurante Il
Bosco, sito frente al convento San Francisco. Y como capillas, La Unión Chica, la Fuente Alemana, la Confitería Torres, las
fuentes de soda Carrera e Indianápolis, el bar Nacional y otros sitios.
Inolvidable la sala López Velarde, en la Casa del Escritor, sede de la Sociedad
de Escritores de Chile, a cuadras de la plaza Baquedano. Los atardeceres y las
noches transcurrieron en ese tremendo mundo de la bohemia chilena, a la que
también llegaron escritores y poetas extranjeros de renombre internacional.
Allí estaban Alfonso Calderón, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, María Luisa
Bombal, Marina Latorre, Teresa Hamel, Pedro Lastra, Lautaro Yankas, Francisco
Coloane, Miguel Arteche, Isabel Velasco, el viajero Pablo Neruda. Gente de
teatro, como los hermanos Deuveuchelle; políticos, abogados, ministros de
estado. Recuerdo cálido tengo del ajedrecista Juvenal Canobra, del asesinado José
Carrasco Tapia, de los hijos de Orlando.
Cabrera y del dibujante Miguel Aránguiz.
Desde Valparaíso solían llegar Juan Cámeron, Sara Vial, Osvaldo Ulloa, amigo y
secretario de Enrique Lihn. Ya radicado en Valparaíso, reinicié el acercamiento
con Cámeron, Ennio Moltedo, Sergio Vuskovic y otros creadores, y conocí al
poeta, pintor y maestro, Iván Tapia Contardo.
En Santiago, Lautaro Yankas me impulsó hacia la
cultura de Oriente; Manuel Rojas, hacia la novela continental, Pablo Neruda,
hacia la poesía interior y a confiar en el don propio; Teófilo Cid, en saberme
escritor pese a no publicar; María Flora Yáñez, en la importancia de la tierra
natal en la escritura; Enrique Lihn en
no claudicar en la obra, sin importar las trabas y las malas lengua. Pero sin
duda que mis grandes maestros fueron Alfonso Calderón, Pedro Lastra y Sergio
Vuskovic Rojo. El primero me reafirmó en los valores humanos y en la literatura
universal; el segundo, me guió en el mundo intelectual de la poesía; el
tercero, me guió hacia la filosofía y el ver la vida desde la entrega hacia los
otros. Estos tres y todos, sin duda, consolidaron mi paso hacia mi poesía
–mayor o menor, no importa-, lo trascendente es que me abrieron la ruta de la
exigencia para la obra. En algún momento ellos visualizaron mi sensibilidad
extrema, mi interioridad solitaria. “Eres un ser de sensibilidad contemplativa,
negrito”, me señaló una tarde Stella Díaz Varín, la poeta-boxeadora de la Villa
Olímpica, como la llamaban algunos.
Soy un hombre (un poeta, han dicho algunos) sensitivo,
melancólico, hecho por la soledad y vastedad de la pampa y una familia de poco
amor y con rasgos de lejanía. Sin embargo, nunca me he sentido huérfano, que Il
Bosco fue mi hogar, los contertulios mi familia. Nunca faltó una mano tendida,
un corazón fraterno. Todo esto ocurrió y ocurre alrededor de la literatura, la
gran madre, mi criadora, cobijadora y maestra. Como pago a su enseñanza intento
dejar una semilla en algunas personas, las que espero un día digan que yo les
abrió y llevó al mundo de la literatura. Eso bastaría.
Carlos Eduardo Saa
Cerro Barón 22/07/2013