jueves, 25 de julio de 2013

DESDE LA PAMPA A IL BOSCO


 
 
DE RECUERDOS Y FICCIONES
 

Quizás por haber nacido a las puertas de la pampa, mi espíritu es hipersensible, casi melancólico. La lejanía de mis padres es, al parecer, otro factor prevalente en mi carácter. Tanto en las escuelas rurales como en el Liceo de Hombres de Ovalle y fuera de ellos tuve pocos pero fieles amigos. Lector desde los siete u ocho años de edad, mi mente prefirió la ficción, en las noches transformaba los paisajes y la gente en motivos irreales pero basados en la realidad observada.

No sólo los libros influyeron en mi, también tres mujeres que marcaron mi infancia. Aida, María y Dilema, sirvientas en la casa, llenaron mi imaginación con sus narraciones campesinas, sencillas, ingenuas, pero contadas con tanta pasión y credulidad, que se grabaron a fuego en mis recuerdos. A partir de esos relatos escuchados alrededor de un brasero y el mate en la cocina hogareña, en mis años de escuela y liceo redacté composiciones que alcanzaron notas máximas. Sin darme cuenta, mi vida quedó marcada, sería la literatura mi norte, no como escritor y poeta –aunque algo he realizado en estos campos- sino en la lectura y las amistades.
 
A Santiago arribé cuando tenía catorce años de edad, sin mi familia. Me sentí como un exiliado, pero me empeñé en conocer la ciudad y lo conseguí en pocos meses. Pasaron años deambulando de casa en casa, de barrio en barrio, siendo Ñuñoa mi segunda pequeña patria, con sus viviendas coloniales, sus plazas y sus cines. Ya profesional, guiado por el periodista, escritor y pintor, Orlando Cabrera Leyva, ingresé a la bohemia capitalina, teniendo como catedral del intelecto literario el restaurante Il Bosco, sito frente al convento San Francisco. Y como capillas, La Unión Chica,  la Fuente Alemana, la Confitería Torres, las fuentes de soda Carrera e Indianápolis, el bar Nacional y otros sitios. Inolvidable la sala López Velarde, en la Casa del Escritor, sede de la Sociedad de Escritores de Chile, a cuadras de la plaza Baquedano. Los atardeceres y las noches transcurrieron en ese tremendo mundo de la bohemia chilena, a la que también llegaron escritores y poetas extranjeros de renombre internacional. Allí estaban Alfonso Calderón, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, María Luisa Bombal, Marina Latorre, Teresa Hamel, Pedro Lastra, Lautaro Yankas, Francisco Coloane, Miguel Arteche, Isabel Velasco, el viajero Pablo Neruda. Gente de teatro, como los hermanos Deuveuchelle; políticos, abogados, ministros de estado. Recuerdo cálido tengo del ajedrecista Juvenal Canobra, del asesinado José Carrasco Tapia, de los hijos de Orlando.
 
Cabrera y del dibujante Miguel Aránguiz. Desde Valparaíso solían llegar Juan Cámeron, Sara Vial, Osvaldo Ulloa, amigo y secretario de Enrique Lihn. Ya radicado en Valparaíso, reinicié el acercamiento con Cámeron, Ennio Moltedo, Sergio Vuskovic y otros creadores, y conocí al poeta, pintor y maestro, Iván Tapia Contardo.

En Santiago, Lautaro Yankas me impulsó hacia la cultura de Oriente; Manuel Rojas, hacia la novela continental, Pablo Neruda, hacia la poesía interior y a confiar en el don propio; Teófilo Cid, en saberme escritor pese a no publicar; María Flora Yáñez, en la importancia de la tierra natal en la escritura;  Enrique Lihn en no claudicar en la obra, sin importar las trabas y las malas lengua. Pero sin duda que mis grandes maestros fueron Alfonso Calderón, Pedro Lastra y Sergio Vuskovic Rojo. El primero me reafirmó en los valores humanos y en la literatura universal; el segundo, me guió en el mundo intelectual de la poesía; el tercero, me guió hacia la filosofía y el ver la vida desde la entrega hacia los otros. Estos tres y todos, sin duda, consolidaron mi paso hacia mi poesía –mayor o menor, no importa-, lo trascendente es que me abrieron la ruta de la exigencia para la obra. En algún momento ellos visualizaron mi sensibilidad extrema, mi interioridad solitaria. “Eres un ser de sensibilidad contemplativa, negrito”, me señaló una tarde Stella Díaz Varín, la poeta-boxeadora de la Villa Olímpica, como la llamaban algunos.  

Soy un hombre (un poeta, han dicho algunos) sensitivo, melancólico, hecho por la soledad y vastedad de la pampa y una familia de poco amor y con rasgos de lejanía. Sin embargo, nunca me he sentido huérfano, que Il Bosco fue mi hogar, los contertulios mi familia. Nunca faltó una mano tendida, un corazón fraterno. Todo esto ocurrió y ocurre alrededor de la literatura, la gran madre, mi criadora, cobijadora y maestra. Como pago a su enseñanza intento dejar una semilla en algunas personas, las que espero un día digan que yo les abrió y llevó al mundo de la literatura. Eso bastaría.
 

Carlos Eduardo Saa
Cerro Barón
22/07/2013

JUANITA, LA INSTITUTRIZ




DE RECUERDOS Y FICCIONES
 
Las tardes en Ovalle eran tranquilas. La calle en que estaba nuestra casa se llama Libertad. La casa tenía dos patios, tres dormitorios principales y uno para la servidumbre. Desde la calle se traspasaba la puerta principal, para subir unos escalones hasta la mampara, por donde entraba la luz exterior. En seguida estaba un estrecho pasillo, con una pequeña biblioteca a la izquierda. A la derecha, el dormitorio de mis padres. Luego una pequeña sala, con el bar y la entrada al dormitorio de mis hermanas. Luego, el primer patio, con un jardín a la izquierda, un pasillo pavimentado a la derecha, en donde estaban el ingreso a mi dormitorio, el comedor, la habitación de las empleadas y, finalmente, una pequeña bodega, ocupada en gran parte por el formidable tronco de una centenaria higuera. Al frente, cruzando el pasillo, se encontraban la cocina y el baño.  Luego, el gran patio, con un duraznero, un manzano, membrillo, un parrón y el gallinero, como también el cobertizo que servía de lavadero.
Una tarde mi padre llegó con quien sería la mujer que reforzaría los estudios de la mayor de mis hermanas y míos, entonces estudiantes de la enseñanza primaria. Recuerdo nuestra sorpresa, pues nada se nos había dicho y porque la institutriz era enana, casi más pequeña que nosotros. Nos saludó sonriente, con ternura. Nosotros la recibimos con frialdad, quizás debido a lo sorpresivo del acontecimiento y por ese espíritu de rebeldía infantil de sentir que esa figura menuda invadía nuestras vidas, nos quitaba tiempo para jugar.
Ella se llamaba Juanita. Empezó sus obligaciones con responsabilidad y abnegación. Era tierna, casi siempre sonriente. Me llamaba la atención su forma de caminar, a medio girar hacia ambos costados, estremeciendo levemente todo su cuerpo. Las piernas eran cortas, regordetas, al igual que sus brazos.  Su cara, sin ser fea, tenía una expresión extraña. Llevaba el cabello corto, a veces tomado en un pequeño moño. Su voz era débil, pero segura, lo que contrarrestaba con su imagen, tan frágil, que perecía que si se caía podría romperse.
No recuerdo cuanto tiempo estuvo con nosotros, pero no fue mucho. Quizás la agotó mi actitud lejana, a veces agresiva hacia ella. Si aprendí matemáticas bajo su supervisión –mi ramo más débil- no lo sé. Esta noche, ignoro la razón, se me vino a  la memoria esta mujer pequeña, dulce, a la que no siempre traté con cariño y respeto. Sé que en alguna oportunidad fui cruel, que la hice sufrir. Cuanto daría por estar con ella hoy para pedirle perdón y decirle que aunque no se lo dije, yo la quería, como la quiero ahora. Terrible esa edad en que los niños herimos sin saber, querida mujer que parecías niña en tu baja estatura, pero ahora entiendo lo grande que eras como persona y como profesora. Esté donde estés, recibe mi amor y arrepentimiento y el deseo que seas siempre bendecida por el amor de Jesús.
Cerro Barón
12/07/2013